Desde los siglos eternos, Dios tuvo un misterio escondido. Tras la
caída del hombre este misterio fue sistemáticamente anunciado con abundancia
de señales, que pocos, sin embargo, vieron. Cumplido el tiempo, Dios reveló
plenamente este misterio, el cual es Jesucristo su amado Hijo, como asimismo
el plan concebido para su preeminencia y gloria.
Pablo dice que Dios
tenía un misterio “desde los siglos” (Ef.3:9), “desde los siglos y edades”
(Col.1:26), “desde tiempos eternos” (Rom.16:25). Este misterio fue revelado
“a sus santos apóstoles y profetas” (Ef.3:5), especialmente a Pablo
(Ef.3:8-9), en los comienzos de la Iglesia. En este misterio estaba escondido
también su propósito eterno.
Este misterio era tan
extraordinariamente glorioso, que el hombre que fue depositario de él tuvo
que recibir un aguijón en su carne para que no se envaneciese. (2ª Cor.12:7).
Su conocimiento era tal, que despertaba la admiración incluso de apóstoles
tan cercanos al Señor como Pedro (2ª Pedro 3:15-16).
Este misterio estuvo
guardado durante todo el período del Antiguo, y también durante el ministerio
del Señor Jesús. Aunque este misterio tenía al Señor Jesús como su centro, y
era Él quien le daba sentido, nadie durante su ministerio terrenal lo conoció
en toda su dimensión, ni siquiera sus discípulos más íntimos.
Estos vieron las
obras del Señor, pero no lo conocieron íntimamente. Algunos de ellos, en
algunas ocasiones, vieron fugazmente su gloria (Mateo 17:1-2), o recibieron
alguna revelación procedente del Padre respecto de Él (Mateo 16:16-17), pero
no entendían lo que estas cosas significaban. Cuando el Señor murió, el
testimonio que ellos tenían de él era muy pobre. (24:19-27). Incluso en el
momento previo a su ascensión, los discípulos ignoraban cuál era el propósito
de Dios tocante al Señor (Hechos 1:6).
En todo esto el Señor
Jesús tuvo otro motivo de sufrimiento. No sólo vino para morir como un
Cordero, sino que fue desconocido, ignorado, incomprendido y rechazado. El
misterio escondido de Dios preparado de antemano para ser dado como un regalo
a los hombres fue pisoteado por los hombres.
Este misterio fue
mantenido tal, que los profetas antiguos, pese a que fueron muy amados y
recibieron muchas revelaciones, no lo conocieron (1ª Pedro 1: 10-12; Heb.11:39-40;
Daniel 12:8-9). Tampoco los ángeles lo supieron, aunque anhelaban conocerlo
(1ª Ped.1:12 b). Éstos fueron notificados de él recién a través de la iglesia
(Efesios 3:10). 1
Algunas señales
fueron dejadas
Después de la caída
del hombre, Dios comenzó a dejar algunas señales diseminadas por aquí y por
allá que anunciaban este misterio. Sin embargo, o bien fueron pasadas por
alto o fueron malinterpretadas por quienes las leyeron.
Los judíos sabían que
habría de venir el Cristo, e interpretaban acertadamente algunas profecías
tocante a su persona (Mateo 2:4-5), pero en general su conocimiento era muy
escaso. No supieron interpretar, por ejemplo, Isaías 53 (esperaban un Mesías
político), y tampoco tuvieron ninguna acerca de la Iglesia, que no obstante
es un asunto ampliamente anunciado (aunque alegóricamente) en el Antiguo
Testamento, y muy cercano al Señor. 2
¿La razón? El
conocimiento de este misterio se obtiene sólo por revelación de Dios. Pedro
pudo conocer quién era Jesús por revelación del Padre. (Mateo 11:27; 16:17).
Luego de Pentecostés, sería el Espíritu Santo el encargado de dar a conocer a
los santos, a los “espirituales”, la “sabiduría de Dios en misterio, la
sabiduría oculta, la cual Dios predestinó antes de los siglos para nuestra
gloria” (1ª Corintios 2:7). El hombre natural, mediante la sabiduría humana,
no la puede conocer (1ª Cor.2:14).
Figuras y sombras
Si reuniésemos todas
las claves que Dios fue diseminando en el Antiguo Testamento podríamos
reconstituir, como un gran rompecabezas, muchos aspectos de la Persona en
quien se encerraba el misterio y de la obra que realizaría, como también de
los alcances y propósitos que perseguía Dios con ese misterio cuando fuera
revelado.
Nosotros ahora
estamos en condiciones de verlo, porque tenemos el Espíritu Santo dentro de
nosotros que nos revela todas las cosas, pero en su tiempo era muy difícil de
ver.3 En realidad, en el pasado nadie lo conoció. Tal vez algunos
profetas antiguos (Abraham, Jacob, Moisés, Isaías, etc.) barruntaron algo.
Abraham recibió la promesa de que habría de verlo (Juan 8:56); pero ¿cuánto
vio de verdad en sus días?
Desde Génesis 3 hasta
Éxodo 24 están las primeras claves que anuncian algunos aspectos de este
misterio.4 Pero es desde Éxodo 25 que comienza a desarrollarse una de
las alegorías más claras acerca de él. Se trata del tabernáculo en el
desierto.
Dios quería habitar con el hombre para, a través de él, consumar su propósito eterno. El gran Dios que se paseaba en el Edén (Génesis 3:8) y que comió con Abraham (Génesis 18:8) quería ir más allá que eso: quería habitar con el hombre. Ese deseo se lo expresó a Moisés, y para ello le entregó el diseño del tabernáculo. (Éxodo 25:8-9). La razón de ser del tabernáculo en el desierto es que Dios quería habitar con el hombre.
Pero, ¿era el
tabernáculo la expresión perfecta de este deseo de Dios, o era todavía un
tipo lleno de figuras acerca del Cristo, el cual habría de ser la verdadera
habitación de Dios entre los hombres?
Las detalladas
especificaciones, la rigurosidad y excelencia de su diseño, los finos y ricos
materiales usados en su construcción, todo daba testimonio de que Dios
cifraba en él, mediante claves muy perfectamente ordenadas, toda una profecía
del Cristo, de su Persona y de su obra. 5
La realidad
Cumplido el tiempo,
el verdadero tabernáculo de Dios con los hombres se manifestó. El Dios
eterno, invisible al ojo humano, inaccesible para el mortal, se reveló
plenamente en Cristo (Col.2:9), quien le dio a conocer al hombre. (Juan 1:
18).
La encarnación de
Cristo, es decir, la manifestación de Dios en un Hombre para que habitase
entre los hombres, era un hecho tan fundamental que el Padre hizo los
preparativos con tiempo, y fue dejando una estela de avisos, que se hacían
más patentes en la medida que se acercaba el día. Como las fechas largamente
esperadas, que se acarician en el corazón, y se planifican en sus más mínimos
detalles, así fue la preparación del día glorioso en que el Verbo habría de
hacerse carne. Ahora Dios no habitaría en un edificio, sino en una Persona. No
en una casa hecha por manos humanas, sino en su mismísimo Hijo, quien sería
“Emanuel”, “Dios con nosotros”. (Mateo 1:23). “Dios estaba en Cristo...”,
dice Pablo en 2ª Corintios 5:19. El Señor Jesús dijo: “Y creáis que el Padre
está en mí” (Juan 10:38). “El Padre (es) en mí” (Juan 14:11). “Tú en mí” dijo
el Señor al Padre en su oración sacerdotal de Juan 17 (v.23).
Sin embargo, todavía
no era el cumplimiento del deseo íntimo de Dios. Dios no sólo quería habitar
entre los hombres (como en Éxodo), ni sólo con los hombres (como en Mateo
1:23), sino en, es decir, dentro del hombre.
Cristo en nosotros
Este propósito de
Dios se cumplió luego que el Señor ascendió a los cielos y envió el Espíritu
Santo de la promesa. El Señor les había dicho a sus discípulos que no les
dejaría huérfanos, que vendría otra vez a ellos (Juan 14:18). Así, pues, el
Señor vino e hizo morada en sus discípulos, cumpliéndose el deseo de Dios de
habitar en (dentro de) su pueblo. Pablo lo dice: “Cristo en vosotros”
(Colosenses 1:27)
La morada de Dios
dentro de su pueblo le convierte a éste en gente especial. Pueden ser –y de
hecho lo son– gente común, vasos de barro, pero su contenido es glorioso: un
tesoro, el más grande que puede alguien contener. El tesoro que contienen les
hace especiales. (2ª Corintios 4:7).
Cristo en nosotros es
la vida divina metida dentro de criaturas mortales, lo cual asegura una
suerte de eterna gloria, la resurrección de los muertos (o la transformación
en un abrir y cerrar de ojos), y la herencia eterna.
Pero no es todo.
Cristo, nuestra vida
El propósito de Dios
va todavía más allá. El quiere que Cristo sea nuestra vida. (Colosenses 3:4).
No sólo que viva en nosotros sino que se transforme en el centro, motor y
razón de ser de toda nuestra existencia.
Para que esto sea
posible es preciso que se produzca un canje. Que nuestra vida mengüe para que
Cristo crezca. O, mejor, que ya no vivamos nosotros, sino que Cristo viva en
nosotros. (Gálatas 2:20). Nuestro “yo” es restado y Cristo es incrementado en
nosotros. Esta verdad se convierte en una realidad vivida cuando por la fe la
creemos y asumimos.
Hay tres maneras cómo
nosotros somos quitados de en medio para que Cristo prevalezca en nosotros:
por medio de la disciplina del Padre (Hebreos 12:5-9), por medio de la obra
de quebrantamiento y reconstrucción del Espíritu Santo (Hechos 16:6-7; 8:29;
1ª Pedro 4:12-13), y por el lavamiento del agua por la Palabra. (Efesios
5:26-27).
Si somos sumisos a
esta triple obra, entonces Cristo puede llegar a ser el Señor de nuestras
vidas, y más aun que eso, nuestra vida entera. 6
Cristo, el todo en
todos
Sin embargo, decir
que Cristo es nuestra vida podría significar hablar todavía en términos
relativos, porque nuestra vida puede estar aún parcialmente y no totalmente
cedida a Él.
En cambio, asumir que
Cristo es “el todo, en todos” (Colosenses 3:11) es alcanzar plenamente el
objetivo de Dios, es decir, que cada creyente en particular y todos los
creyentes en general contengamos y expresemos a Cristo plenamente. No sólo
unos pocos creyentes aventajados, más maduros, sino el cuerpo entero, la
Iglesia, en que están incluidos griegos y judíos, circuncisos e
incircuncisos, bárbaros y escitas, siervos y libres.
Un cuerpo de
creyentes que han cedido todo a Cristo, para que Él sea el todo, es el perfecto
agrado del Padre. Dios no se agrada sino en su Hijo amado, y todos los que
han aceptado morir para que Él viva agradan plenamente Su corazón. Con estos
creyentes así edificados en un Cuerpo, Dios consumará su propósito eterno sin
impedimento alguno, porque ellos son Cristo y nada más.
Estos creyentes así
despojados de sí mismos, habitarán también en una creación nueva, redimida de
la esclavitud de corrupción (Romanos 8:21), creación también reconciliada con
Dios por la sangre de Cristo (Colosenses 1:20). Ella será el marco adecuado
para la expresión plena del cumplimiento del propósito de Dios, hecho en
Cristo antes de los tiempos de los siglos.
El que Cristo sea el
todo en todos (y en todo), es la revelación plena del misterio de Dios, y es
el cumplimiento de su propósito y plan eternos.
Que el Señor nos
conceda espíritu de sabiduría y revelación para verlo, y para colaborar en
ello. Para gloria de Dios y para la preeminencia del Hijo de su amor.
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Una búsqueda para regresar al verdadero cristianismo, el de los primeros discípulos.
viernes, 27 de marzo de 2015
El misterio de Dios.
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